lunes, 28 de febrero de 2011

HERMANDADES Y COFRADIAS DE PASION EN MIJAS EN EL SIGLO XVIII (1)

Dentro del complejo social, religioso y político de la Villa de Mijas, las Cofradías o Hermandades tenían un papel muy relevante en el siglo XVIII, teniendo en cuenta que la vida en la sociedad de este siglo, se regia por una vida cristiana que en muchos aspectos desbordaba lo razonable. En esto, los andaluces nos caracterizamos por una particular visión de la religiosidad popular, en la que la expresividad y la estética realiza una fundamental ayuda para que los cinco sentidos esté pendiente de un espectáculo lúdico festivo que en muchos caso roza la irreligiosidad, pero que aunque en buena parte del Siglo XVIII, fue visto por ciertos sectores sociopolíticos y religiosos con buen agrado. A finales del siglo se empieza a ver de otra forma estos espectáculos entre comillas y comienzan bien por parte de la jerarquía eclesiástica, como por la política a acotar estos excesos realizando varias Reales Cédulas restringiendo muchos de los actos y formas de llevar las procesiones como sus horas de realizarlas.
Nos encontraremos con muchas Corporaciones para ser un pueblo, teniendo muchas de estas un fin, tanto comunitario como espiritual. Durante este siglo encontramos las siguientes Cofradías: Santísimo Sacramento, Santísimo Rosario, las Benditas Animas del Purgatorio, Ntra. Sra.  de los Remedios, la Santa Vera Cruz, San Juan Evangelista, San Pedro y la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús (“El Nazareno”), no descartando otras como la de San Sebastián, San Antón, Madre de Dios, Santa Catalina y San Lázaro, que en tiempos pasados estaban muy arraigadas dentro de la Villa, siendo la de San Sebastián una de las mas importantes por ser la del Patrón del pueblo. En este momento, y después de unos paréntesis en el tiempo sólo está vigente la del Dulce Nombre de Jesús. 
Una de las ausencias que mas nos sorprendió, fue que en este siglo no se encontrara nada sobre una posible Hermandad de Ntra. Sra. de la Peña, siendo a finales del siglo XVII proclamada como Patrona de Mijas y no teniendo referencias históricas documentadas de esta Hermandad hasta dos siglos después (1). Las causas no las podemos determinar concretamente, pero nos encaminamos a una cierta negativa de los monjes  Carmelitas del antiguo Hospicio a su organización, ya que no sería la primera vez que había problemas con Hermandades como veremos a continuación, pero esto hay que dejarlo entre paréntesis, ya que son hipótesis sin fundamentos históricos.
Las únicas Cofradías de pasión reconocidas en este tiempo, eran las de la Vera Cruz, San Juan, San Pedro y Dulce Nombre de Jesús, saliendo estas los Jueves y Viernes Santo, encargándose junto a la Parroquia de todos los actos litúrgicos de Cuaresma. De estas Cofradías trataremos de contar su paso por el setecientos, por ser las mas relevantes dentro de estos años que tratamos. En este apartado, abría que poner también a la Cofradía de las Animas Benditas, que fue pilar de la Parroquia durante mas de un siglo, y aunque no estén vinculadas con ninguna cofradía penitencial, realizaban las mismas funciones y partidas correspondientes para que se sufragaran los enterramientos y misas de alma de cada hermano.

Esto repercutía, junto a las procesiones, la mayor parte de los gastos, pero en algunos casos pudo pasar que no pudieran sufragar las dos cosas, dejando de salir la cofradía a la calle algunos años, por tener como punto primordial el sufragio de la muerte de algún hermano, convirtiéndose en autenticas mutualidades o seguros de entierros. Los ingresos que recogían estas Cofradías para sufragar estos gastos, eran en su mayor parte las cuotas de los hermanos y limosnas que pedían en las puertas de las Iglesias en tiempos de culto o procesión. También tenían algunos ingresos de los legados que recibían en los numerosos testamentos, que dejaban dinero, tierras o casas, que estos arrendaban, produciendo buenos beneficios para las Cofradías (2).
Para la Iglesia el significado de los enterramiento ha tenido una gran importancia dentro de la vida cristiana, que muchas veces no era entendida por los feligreses y mas en estos años, en que la esplendicidad  en los enterramientos (o pomposidad) no era contrario a los actos, ya que la Iglesia aconsejaba que se sepultasen a los fieles con decencia y veneración. Esto nos lo cuenta D. Rafael Morales en su artículo en la revista Jabega (3):
“En estos actos participaba el clero cantando salmos, himnos y preces con una doble finalidad: a) Servían para sufragio del alma del difunto. b) Se daba gracias a Dios por haber sacado el alma de los trabajos de la vida para coronarla en la eternidad.
Los significados de las luces dentro del cortejo del entierro era la representación de la Luz Verdadera de Cristo, el cuerpo dentro del féretro significaba la resurrección ante la vida y las campanas que doblan con una triple finalidad: a) Reunir al pueblo para el acompañamiento  del entierro. b) Para que todos los feligreses tuviesen en cuenta a la muerte. c) Que tuviesen en su rogativa al hermano difunto. Era tan gran importancia esta simbología, esta solemnidad, que no estaba  permitido hacer entierros en secreto, ni tampoco prescindir de las luces, preces, salmos o letanías. Igualmente estaba condenado por la Iglesia hacer entierros en coches. Los que omitiesen estas normas eclesiásticas incurrían en pena de excomunión mayor Latae Sententiae ipso ipso” (4).  Aunque “las pompas vanas, que ni Alma del difunto ni a la edificación de los fieles aprovechan, ni ellas se hallan razón de limosna, ni de sufragio” se prohíbe expresamente, anotándose en estos mismos términos  el Obispo de Málaga Fr. Alonso de Santo Tomás, en un edicto a todos los vecinos de la ciudad de Málaga extraporábles a toda la Diócesis (5). Había que tener también unas normas que acatar en cada entierro y que aunque no estaban en el edicto de D. Fr. Alonso, si se tenían que acatar con toda rigurosidad como la hora de los entierros y exequias de adultos y de párvulos estaban determinadas según el Ritual Romano de Paulo V y Urbano VIII.
Según esto, no se podían celebrar estas ceremonias antes de salir el sol ni después de ocultarse. A todos los entierros debían asistir los clérigos de la parroquia a la que perteneciera el difunto. Si se daba el caso de que el difunto hubiese dejando ordenado que lo enterrasen los sacerdotes regulares, se celebraba el entierro pero asistiendo también los clérigos de la parroquia del difunto.
Los familiares del difunto podían invitar al entierro el número de sacerdotes que quisiesen pero para llevarse a efecto esta invitación debían estar incluidos en la asistencia al entierro todos los sacerdotes pertenecientes a la parroquia del difunto. En el caso de que un sacerdote, con cargo en la parroquia, no asistiese al entierro no podía exigir luego ningún arancel. La trasgresión de esta norma se castigaba con multa de seis reales aplicables a la Fábrica de la Iglesia.
Si se iba a casa del difunto el clero debía marchar procesionalmente. Precedía la cruz parroquial , seguían en hilera los sacerdotes tanto regulares como seculares y, por ultimo el sacerdote o sacerdotes oficiantes. Los sacerdotes y clérigos regulares debían guardar en los entierros el mismo lugar que les correspondía en las procesiones generales, es decir, delante de todo el clero secular y guardando entre ellos sus antigüedades.
En el recorrido de vuelta hacia la Iglesia precedía la cruz parroquial, a continuación el clero regular y secular sin que se interpusiesen cofradías, ni hermandades, ni legos o feligreses con hachas o cirios encendidos, o bien sin ellos. Todo el clero asistente al entierro llevaba velas encendidas sin que las pudieran apagar hasta que terminase el acto. Estas velas eran de cera blanca o amarilla, según los casos, y estaban en la proporción de “seis libras”. El importe de estas velas formaba parte de los aranceles que pagaban los familiares del difunto.
El itinerario que había de seguir el entierro desde la casa del difunto hasta la iglesia era determinado por el beneficiado más antiguo de la parroquia donde se hacía el entierro. Si no había ningún impedimento, se debía procurar siempre elegir el camino más corto. Cuando el difunto pertenecía a alguna hermandad o cofradía, los hermanos o cofrades asistían al entierro y llevaban también las insignias o pendones propios de la congregación a la que hubiera pertenecido el difunto. Cada hermandad o cofradía, en sus constituciones, establecía normas a las que había que ajustarse en estos casos.
Bajo ningún concepto se debía llevar cubierta la cruz parroquial y descubrirla en casa del difunto. Por el contrario, debía salir de la parroquia descubierta, armada y levantada. También debía ir de esta misma forma en el trayecto que mediaba entre la Iglesia en donde se hacía el entierro y la propia parroquia.
Existía por estas fechas una pena de excomunión para los que no observasen estas normas así como también una pena pecuniaria de dos ducados los cuales se aplicaban, por la mitad, a los niños expósitos de Málaga y al denunciador del hecho.
Eran conducidos los difuntos por las calles con los pies hacia delante y de esta forma se ponían en el féretro y en la sepultura. Sin embargo, la postura de los sacerdotes difuntos era distinta: por la calle eran conducidos como los seglares pero al colocarlos en el túmulo de la Iglesia se ponía con la cabeza hacia el altar mayor y de esta forma se sepultaban.
En ocasiones acompañaban los entierros por las calles e incluso en la Iglesia mujeres plañideras o bien niños llorando contratados por los familiares del difunto pero en 1671 el Obispo de la diócesis prohíbe estos oficios y acompañamientos bajo pena de excomunión. Las viudas no asistían a los entierros de sus maridos difuntos. Una vez que éstos eran sacados de las casas, las viudas permanecían en ellas sin asistir a los oficios religiosos.
Nos se podía hacer el entierro a las horas en que se celebrase la misa mayor en la parroquia, ni tampoco se podía hacer coincidir el entierro con el rezo del oficio divino por parte de los sacerdotes. También hay que tener en cuenta que cuando se celebraba vigilia y misa cantada por el difunto no se decía en la Iglesia ninguna otra misa, aunque fuera por el mismo difunto ya que en caso contrario se originaba gran confusión.
Si el entierro tenía lugar por la mañana, se oficiaba misa cantada de cuerpo presente. Si el entierro era por la tarde la misa cantada se decía al día siguiente. Estaban exceptuadas las festividades de la Natividad, Resurrección, Pentecostés y otras de bastante importancia en las cuales no se decía misa cantada aunque el entierro tuviese lugar por la mañana.
Como se ha visto este punto dentro del complejo de cada cofradía era importante de llevar a cabo. Veremos como algunas de estas hermandades de nuestro pueblo tenían el privilegio, de tener su propia bóveda de enterramiento, en las cuales se estuvo hasta bien entrado el siglo XIX, dejando sin ejecutar la orden de Carlos III en 1775, en la que prohibía los enterramientos parroquiales y depender de los municipios (6). No hay que caer en que los enterramientos se hacían dentro de las parroquias, si no en los alrededores de estas y solo teniendo el privilegio de ser enterrados dentro de ellas, los personajes relevantes de aquella época o en este caso las hermandades que tenía Bóveda propia.
Dentro de la poca documentación que se tiene de la trayectoria de nuestras cofradías y hermandades por nuestro pueblo, no hemos podido documentar históricamente, como funcionaba el complejo procesionista dentro de este siglo, pero intentaremos dar un una posible luz, de lo que pudo ser nuestra Semana Mayor en la Mijas del S. XVIII.

"DISCIPLINANTES” de Francisco de Goya. Museo del Prado (Madrid)

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1-      Archivo Histórico Provincial de Málaga. Leg. P- 5434. Testamento de D. …………., en el cual relata que es Hermano de la Hermandad de Ntra. Sra. de la Peña.
2-      FERNÁNDEZ BASURTE, FEDERICO.  La Procesión de Semana Santa en la Málaga del Siglo XVII. Málaga 1.996.
3-       JABEGA Nº 11, AÑO: 1975. Morales, Rafael. “Entierros en Málaga en el siglo XVIII”. Pág. 18-21.
4-      Constituciones Sinodales del Obispado de Málaga. Hechas y ordenadas por el Ilmo. Y Rvdmo. Sr. D. Fray Alonso de Santo Tomás, Obispo de Málaga”. Impreso en Sevilla por la Vda. De Nicolás Rodríguez. Año 1671, L. 3, T. 10, Folio 468 núm.2.
5-      Edicto dado en Málaga el 29 de Noviembre de 1665 por el Obispo Fr. Alonso de Santo Tomas.  “NOS D. FR. ALONSO DE SANTO THOMAS, por la gracia de dios, y de la Santa Sede Apostólica Obispado de Málaga del Consejo de su Majestad, etc. Hacemos saber a todos los vecinos, y moradores, estantes, y habitantes en esta Ciudad de Málaga, de cualquier estado y condición que sean, que en la Visita General en que estamos entendiendo, hemos reconocido que en esta Ciudad se van introduciendo en los Entierros de Adultos tanta profanidad y vana ostentación, que desdice de la modestia y decencia con que se debe celebrar acto tan religioso, donde la pública pompa lícita y permitida ha de ser sólo para recuerdo de la muerte, y compungirnos con sus horrores, y para refugio de las Almas de los difuntos, y no para vanidad, que causando mayores gastos, es indecencia, y no para vanidad, que causando mayores gastos, es indecencia, y no piedad. Y porque a Nos por nuestro Oficio Pastoral toca poner remedio en ello, por tenor de la presente ordenamos, y en virtud de santa obediencia mandamos, que desde hoy en adelante, en dichos Entierros de Adultos no se lleven los cuerpos de los difuntos en Cajas guarnecidas con oro, ni plata, ni con puntas de ningún género, ni color, ni tengan otra profanidad, sino que sean forradas, o cubiertas con tela negra, sin mezcla de otro color, más que las cintas d una Cruz, que han de ser de pardo, ó morado, y las hachas que acompañaren la Cruz de la Parroquia sean de cera amarilla (salvo en los Entierros de Sacerdotes, y de Niños, que permitidos sean blancas), y no las lleven seglares por ostentación, sino doce pobres a quien se dará la limosna acostumbrada, o lo que más fuere devoción de las partes, para que esto sea sufragio de las Almas, y se eviten otros inconvenientes que de lo contrario pueden y suelen resultar, y todos así lo cumplan, hagan y ejecuten: con apercibimiento que se procederá contra los inobedientes según se hallare por derecho. Dado en Málaga a veinte y nueve días del mes de Noviembre de mil y seiscientos y sesenta y cinco años”.
6-      JABEGA Nº 9, AÑO: 1974.  García Millán. Pilar. “Los Cementerios de la Provincia de Málaga”. Pág. 43-51.                                         

FUENTE: Libro "El Clero en la Mijas del Siglo XVIII", por D. Lázaro y Salvador Pulpillo.     

EL ERMITAÑO, DIEGO DE JESUS MARIA Y SAN PABLO

El retorno de la Virgen trajo gran regocijo a Mijas, pero aunque el testimonio de los dos niños que habían presenciado la aparición de la Virgen se encontraba ya en el Ayuntamiento, los hombres de está no se daban gran prisa en obedecer la petición de la Virgen de tener su Capilla en la roca bajo el Castillo de la Peña. Por el contrario, el proyecto quedó, durante 70 años, y tal vez aún estaría así de no ser por la fe, perseverancia y amor a la Virgen de un piadoso ermitaño, el Hermano Diego de Jesús, María y San Pablo.
Un día de 1656 tras haber intentado durante muchos años interesar a las autoridades civiles y eclesiásticas, el pequeño ermitaño tomó su pico y atacó la roca. Al principio sirvió de risa al populacho, después, objeto de lastima, y la gente del pueblo le traían agua, pan y queso, pero no le ayudaban en su tarea. El hermano Diego no desfalleció; día tras día, durante los siguientes 26 años excavó incesantemente la dura roca y gradualmente su acto de fe tan inmenso se ganó el respeto y la admiración del pueblo entero. Cuando terminó el Santuario de la Virgen en 1682, fue invitado a una reunión del Consejo para ser honrado.
El Hermano Diego aprovechó la ocasión para proponer que el castillo de la Peña, que después de más de 100 años de paz había sido abandonado y estaba casi en ruinas fuese reparado por la Villa y convirtió en Hospicio de los Carmelitas Descalzos.
El pequeño Hermano, para entonces ya considerado un Santo viviente, pidió esto en forma tan conmovedora que las autoridades votaron unánimemente a favor de la propuesta, pero debido a la magnitud del proyecto y a su costo decidieron que debía ser ratificada en reunión plenaria abierta del Consejo con la asistencia de todo el pueblo de Mijas.
Los Carmelitas Descalzos tomaron al humilde Hermano en su seno de por vida, y que cuando el muriese fuese enterrado allí con todos los ritos de los monjes del hospicio, que sería construido sobre la Peña que el había labrado. El pidió que su tumba no tuviese marca alguna, le era suficiente que sus huesos reposaran cerca de lo que había sido el trabajo y el amor de su vida, la Virgen de la Peña.
El eremita Diego de Jesús María y San Pablo, murió santamente el 6-7-1731. Sus restos descansan en la Ermita de la Virgen de la Peña de Mijas, en virtud de los acordado en el referido Cabildo de 8-9-1682, que disponía que, en reconocimiento al celo con que durante 26 años había cuidado la Ermita, en cuyo tiempo se había reedificado y aumentado la devoción a la Virgen, que los religiosos fundadores viniesen obligados a recoger en dicho Santuario hermano durante toda su vida, y al fallecer, se hiciera el mismo entierro e iguales exequias que a los religiosos.

sábado, 26 de febrero de 2011

LA PEÑA DE MIJAS, LUGAR DE CURACIÓN

“ De lejos, de muy lejos, viene la señora Francisca, a pié sostenido sobre su espalda el cuerpo débil de su nieto, el pequeño Enrique, paralítico desde hace años. El pequeño enrique que ha perdido a su padre enfermo y mutilado de la reciente guerra entre España y el Rey Sol (Luis XIV de Francia), abraza el cuello de la anciana con sus manecitas blancas en las que se transparentan las venas de un azul celeste. Allá, en la aldea perdida entre los repliegues de los montes resecos, queda la buena madre, al cuidado de sus hermanitas a las que recuerda con dulce nostalgia. Gruesas gotas de sudor resbalan por el rostro cetrino y surcado el fardel de las viandas, y bajo el brazo, las muletas del enfermo. Las manecitas de Enrique le aprietan la garganta y le producen tal fatiga, que sus ojos estriados de sangre, se velan como tras una nube; pero ella anda sin cesar, confiada que la Virgen de la Peña ha de restaurar la salud del nieto que, será sostén de la familia, que queda sin amparo en la aldea remota.
El sol se pone cuando llega a Churriana, pueblecito de casas blancas que como peldaño la invitaba al ascenso. Alrededor, campos de amarillos rastrojos y arboledas; más allá, el valle de Las Pavitas que da agua para cinco molinos y fecundiza numerosas huertas, y arriba, en la cumbre que se yergue altanera sobre la inmensidad marítima, oscuros bosques de pinos extendiéndose hasta la lejanía llena de misterio. La noche acecha. Enrique suelta sus manos del cuello de su abuela y sentados sobre el pasto seco que crece junto a las ruinas del Castillo de los Valientes, descansan después del sobrio yantar.
Amanece. De todos lados, por todos los senderos, viene un tropel que se acerca y avanza. Todos se dirigen hacia aquella montaña sobre la que se asienta un pueblecito que en tiempo de la dominación romana en espada se llamó Tamisa, que en el siglo IX tuvo una fortaleza inexpugnable, la soberbia fortaleza de Mixa que, con la de Comarix, eran las llaves que custodiaban la tierra de los naranjales y limoneros, y en donde un día, cuando la centuria que vio reinar a los reyes Católicos tocaba a su fin, sobre roca puntiaguda y agreste, se apareció a los hombres, la excelsa Madre de Dios.
Sobre la pendiente desnuda, negrea la gente como en un hormiguero. En carretas engalanadas de las que tiran mansos bueyes, a caballo, sobre jumentos enjaezados con aparejos bordados de los que dependen flecos de grana, a pié, de cerca y de lejos, de todas partes, acude gran multitud de gente. Los hay pobres, descalzos, andrajosos y, también, ricos, luciendo ropilla de terciopelo, cuellos de encaje y chambergos de plumas. Cada uno trae sobre si una enfermedad y la esperanza de liberase de ella. Algunos se arrastran igual que serpientes, otros andan con muletas, quienes con úlceras malignas en todo el cuerpo; cuáles ciegos, mutilados, tullidos. Todos se encaminan hacia arriba.
De  la cumbre baja ya la voz metálica de la enorme campana, de peso superior a tres quintales castellanos, en llamada de “Amor y Esperanza”.
Al fin, escalan “El Compás”,  amplia alameda rectangular a la que da sombra ramas de álamos gigantes. Al frente está la gruta donde la hornacina excavada en la piedra cobija a la efigie milagrosa refulgente de luz, sobre altar también labrado en la roca viva. Al otro lado, una fuente de aguas frígidas y cristalinas. El pueblo de Mijas ha quedando un poco al oeste.
La multitud se apretuja por entrar en la capilla cuya cancela de hierro está a punto de caer por la fuerza del aluvión humano.
Nos hemos retrasado hijo mío –dijo la abuela- quién, a duras penas sólo ha conseguido un puesto junto a la baranda de gruesos maderos, gran mirador que da al Mediterráneo, desde donde se disfrutan vistas sorprendentes.
La anciana, agotada y sudorosa, se sienta y dice a su nieto: ¡Persígnate, hijo mío!, la Santa Misa ha empezado.
Enrique se descuelga del cuello de su abuela y los dos se persignan y oran.
La gente lo invade, todo, la Ermita, la explanada y los bancos de obra firme que para comodidad del peregrino abundad. En el presbiterio, bajo dosel escarlata, se sienta el señor Obispo de la Diócesis, Fray Alonso de Santo Tomás, junto a las gradas, la Justicia y Regimiento de la Villa, a continuación, las dos compañías de milicias que la guarnecen, todo el vecindario, muchos romeros y gran número de eclesiásticos.
El sol, a medida que avanza por la cúpula infinita de los cielos, va caldeando el ambiente que ya al mediodía se hace insoportable.
Terminada la función religiosa, autoridades y fieles inician la salida. Sólo quedan los romeros que han venido de otros lugares y los enfermos.
¿Y todos éstos se curarán abuelita? –Preguntó el niño.
¡Si, todos, todos! –contestó con profunda certidumbre la abuela, Francisca. Acaso ahora, dentro de un año, a dentro de ocho o diez. Pero el que crea se curará.
Empiezan a entrar en la capilla los pacientes. En bandeja de plata que junto al altar sostiene el hermano, Diego de Jesús María y San Pablo, van depositando sus peticiones y promesas, tras fervientes plegarias.
Cuando llegó el turno a la señora Francisca, dijo al venerable ermitaño: Hermano, un ruego quiero haceros, y es que permitáis que mi nieto puede besar las plantas de esta milagrosa Imagen, que tal y como ahora está radiante de luz, se me ha aparecido en sueños, revelándome que mi pequeño enrique sanaría acudiendo en peregrinación a su santuario de la Peña de Mijas, besando sus plantas y pidiendo al Señor por su mediación la salud perdida.
La tradición cuenta que, el santo varón colocó al enfermito en el altar, y que en el momento de posar sus labios exangües en las plantas de la imagen, se sintió completamente curado, brincando por si solo desde el ara, recorriendo, sin muletas, varias veces, el recinto de la capilla, ante los ojos atónitos de los presentes.
Momentos después, la abuela Francisca, con lágrimas de emoción, prendía sobre la escultura prodigiosa dos piernas de plata en reconocimiento del milagro realizado, para perpetuidad del mismo; durante mucho tiempo estuvieron también expuestas en los muros del santuario la muletas del pequeño Enrique.

LA PEÑA DE MIJAS, LUGAR DE CURACIÓN
8-9-1683
(Del “Libro Tradiciones Malagueñas”)



viernes, 25 de febrero de 2011

HISTORIA DE NTRA. SRA. LA VIRGEN DE LA PEÑA.

En el año 1536 habitaba en esta Villa, hijo del maestro de obras D. Pedro Bernal Manrique, esposado con Dña. Asunción Alcántara y Torreras, y naturales de la población de Trujillo, un hijo mayor de edad también por nombre Pedro que, tomó estado de matrimonio en el 1573 con Dña. Catalina Linaire Sánchez, hija legítima de D. Juana Linaire Herrero y Dña. Pilar Sánchez Estévez; estos señores eran vendedores de hierro y naturales de Torrijos, provincia de Toledo, siendo familia de los padres de Santa Teresa de Jesús, que también estuvieron una temporada en ésta los padres de la Santa.
A su tiempo Dña. Catalina dio a luz un hermoso niño, al cual pusieron por nombre Juan. Dos años después dio a luz una hermosa niña, y pusieron por nombre Asunción. Ya en cierta edad les compró el padre dos corderillos, y así reunieron hasta seis, y los niños contaban la edad, uno doce años y la niña diez. Ya mayorcitos pasaban su ganado alrededor del castillo, y nadie podía pensar lo que pudo ocurrir en dicho sitio. Un día, siendo  fecha 30 de Mayo. Era domingo, día de la Santísima Trinidad, señalaba el sol el mediodía, estaban los dos hermanos en su juego, cuando de repente cruzó por medio de ellos una paloma tan hermosa que, se distinguía de las demás, ellos fueron tras ella para cogerla, lograron su deseo, paróse debajo de la torre donde estaba la reina celestial, ellos cogida la paloma, la besaban y acariciaban y en aquella dulzura que tenían quedaron absortos, y cuando despertaron de aquel extasis, para ellos eran dormidos, se culpaban el uno al otro por quedarse dormidos, se fue la paloma. Estos a la hora del medio día se fueron para su casa, y por todo el camino discutían lo antedicho, se lo dicen a sus padres y apenas escucharon lo que estos inocentes decían. Al día siguiente que era lunes 31 de Mayo, se fueron al mismo sitio, y sin acordarse de nada, ala misma hora pasó lo del día anterior, lo dicen a sus padres por segunda vez, y les dicen que a ese sitio no fueran más, que eso eran cosas de espanto, y que algo les podía ocurrir... Al día siguiente que era martes no fueron, pero el miércoles día dos de junio, sin acordarse de nada los niños y las alegrías para todos: Estando en sus cuidados del ganado y hora del mediodía, de repente oyeron una voz:  ¡Juan!... Ellos creyeron que era un amiguito, y miraban por todos sitios, y no veían a nadie, y sonó otra vez la voz tan dulce: ¡Juan!... Esta vez recordaron lo que sus padres dijeron, recogieron el ganado para venirse a casa, y con más fuerza sonó la voz que dijo: ¡Juan, mírame!... y volviendo la cara hacia donde sonó la voz, vio sobre el ventanal de la torre que estaba la paloma, y de repente se formó una aureola tan hermosa que, por sus colores tan bonitos quedaron extasiados, y de repente apareció una señora en medio y con el niño en brazos, y la paloma se posó en el pecho de esta celestial señora.
Estos niños viendo hermosura tal se postraron de rodillas y con palabras inocentes, le dice la niña a su hermano ¡Que señora tan hermosa!. El niño habló a la Señora: ¿Quién sois vos?, la Señora dijo: ¡Soy la Madre de Dios! Dice el niño ¿Qué deseáis de mi y de mi hermana? La Señora contestó: ¡Hablar con vosotros! La niña le dijo ¡Señora, se vaya a caer de lo alto de la torre! “No, hija, no; no he de caerme. Ahora ir a vuestra casa; contarles a vuestros padres lo que veis aquí, y que avisen a las autoridades todas del pueblo, y al padre sacerdote, y que vengan y me saquen de este lugar donde estoy escondida ya más de quinientos años! y dicho esto desapareció la visión.
Encaminándose los niños a su casa, tristes y pensativos, y viendo el padre lo suspensos que estaban, les preguntó que dijeran los motivos. Ellos confesaron lo ocurrido. El padre oyendo tales palabras a estos inocentes quedó aturdido, pero repuesto, dio cuenta al Padre sacerdote, y dando noticias a las autoridades y vecinos, se encaminó con los niños al castillo. El padre de los niños siendo maestro de obras, subió a lo alto del torreón, y los niños señalaban dónde vieron la visión, tocó, sonaba a hueco, dando golpes hasta romper la pared. El buen Pedro, vio lo que había dentro y con voz desentonada dijo: ¡Jesús, aquí está! Y cayó desmayado al suelo. Entonces el Padre sacerdote presentó la Santísima Virgen al pueblo, se postraron en tierra, y la saludaron con el Ave María y Salve. Dentro del hueco había, con la Santa Imagen de la Virgen, dos candelabros de plata de rara figura, dos reliquias figura de custodia, otra al parecer un copón, y otras alhajas y un tanto de riqueza, y el legajo sobre el historial de la Imagen. Quedó la Virgen con el nombre de “La Virgen de la Torre”. Salidos de aquel lugar la entregaron al niño Juan, y fue llevada a la Parroquia en brazos de dicho angelical niño. Al siguiente, fiesta del Santísimo Corpus Cristi, fue más solemnidad por la aparición de la Santísima Virgen. Esto sucedió el día 2 de Junio de 1586, a las doce del día, reinando nuestro monarca Felipe II. Estos datos fueron recopilados en el antiguo novenario carmelitano de la Virgen. Y esta es la historia de la Santísima Virgen, llamada antes Santa María de la Encarnación, aparecida en un ventanal que da a la espalda del Castillo de la Peña a los niños Juan y Asunción Bernal Linaire el 2 de Junio de 1586.
En el año 1656 se presentó en esta Villa el Hermano carmelita Diego de Jesús María y San Pablo, que labró la ermita-cueva para colocar dentro la milagrosa imagen, titulada desde entonces “Santa María de la Peña”.
Por acuerdo del Cabildo, 7 de septiembre de 1682, juramentado en voto, fue proclamada Patrona al día siguiente por el vecindario en la plaza de los Álamos, elección que confirmó por decreto de 6 de agosto de 1683 el entonces Obispo boletde málaga Fray Alonso de Santo Tomás.

Documentación recabada de los antiguos boletines de la Hermandad de Ntra. Sra. de la Peña.